martes, 2 de marzo de 2010

Hablando de Cultos

Hablando de Cultos

Por Jorge I. Sarquís

Deseo dedicar este comentario al programa que en noviembre pasado inició en el Museo de Arte del Estado con una magna exhibición de arte Guadalupano. Una serie de eventos, incluyendo presentaciones de libros, conferencias, recitales, conciertos, películas y documentales, todo ello con el tema del culto a la Virgen de Guadalupe, llenaron paulatinamente más y más las salas del histórico recinto con un público entusiasta y participativo a cuyo nombre me atrevo a extender las más cordial felicitación a la actual administración del Museo, encabezada por una distinguida mujer de letras de nuestra Máxima Casa de Estudios, la Dra. María Esther Hernández Palacios, quien con acierto y un admirable sentido del compromiso social de la institución, incansablemente ha dedicado un esfuerzo sin precedente a la difusión de nuestra cultura en la región centro del estado. No sobra distinguir el apoyo de todos y cada uno de quienes colaboran con ella: Alfonso Colorado, Jorge Acevedo, Dolores Páez; el grupo de profesores del INBA: Fabián Castro, Rodolfo Ramos, Susana Salazar, Lucia Sánchez, el cuerpo administrativo del Museo: Mónica Mares, Isabel Durán, Jaqueline Audirac, Rosario Ledezma, al personal de apoyo, custodios y vigilancia; a todos ellos, gracias, encarecidamente muchas gracias por el espacio de reflexión en torno a estos hitos fundamentales de la lucha de nuestra sociedad por configurarse en nación libre, soberana e independiente; justa y próspera.

Para todos los mexicanos -lo mismo para quienes profesan la fe católica y rinden culto a la Virgen de Guadalupe, que para aquellos que no comparten las creencias del Cristianismo católico- por el hecho de compartir todos la nacionalidad mexicana debería ser igualmente importante conocer el origen, la fuerza espiritual y el sentido del culto Guadalupano. Después de todo, más de veinte millones de personas visitan la Basílica de Guadalupe anualmente; dos millones tan sólo durante los días de peregrinaje que culminan el 12 de diciembre con la concentración religiosa multitudinaria más grande de América. El Cerro del Tepeyac es una Meca para los guadalupanos, como Meca lo es para los musulmanes o la Catedral de San Pedro para los cristianos. ¿Por qué? ¿A qué se debe este poder de convocatoria enorme de la Virgen Morena? ¿Cómo pudo este ícono religioso aglutinar a los mexicanos alrededor de la causa de la independencia igual que alrededor de la causa revolucionaria?

A sólo diez años de la caída de la capital del imperio mexica en 1521, las supuestas apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531 dieron continuidad a un mito inicialmente indígena que pretendió dar persistencia a un elemento fundamental y fundacional de la antigua cosmogonía mesoamericana dentro de la nueva religión –Tonantzin era una deidad compleja, múltiple y en uno de sus aspectos, la madre de todos los dioses del Olimpo azteca. Tras la devastación y la desolación provocada por la conquista, que como extirpar el corazón quiso extirpar mediante el evangelio las viejas creencias, algunos de los nobles indígenas bautizados habrán tratado de encontrar la forma de que sus antiguas concepciones permearan a la nueva religión y esta le pudiera brindar así a su pueblo, ya sometido, la esperanza de un lugar en el nuevo orden implantado. La Virgen representa en ello la nostalgia por todo lo perdido, la añoranza de un pueblo, como la añoranza de un niño, por el regazo materno, caudal de amor y consuelo. En este sentido, la pueril ternura de la devoción Guadalupana resulta por demás conmovedora. La virgen de Guadalupe es así por añadidura la imagen de la madre de los vencidos, de los que sufren, de los pobres y desamparados, de los desposeídos. No fue sino más de un siglo después de las apariciones, que los españoles y criollos hicieron suyo el culto y lo usaron luego para forjar una identidad religiosa diferenciada de la España católica que resultó instrumental para la posterior convocatoria insurgente. Desde mediados del siglo XVIII y luego tras el triunfo de la guerra de independencia, se hizo más explícito el papel de la imagen Guadalupana en el forjamiento de una identidad nacional mexicana cuyo significado religioso se enriqueció así con un sentido social y político. Lo que había sido en su momento una conquista de los vencidos sobre los conquistadores, se volvió así simiente de la nueva nación.

Sin embargo, el mito fundacional es regresivo, carece de proyección, no conoce futuro, funciona como abrigo. Tanto los insurgentes en 1810 como los insurgentes en 1910 encontraron en la tilma de Juan Diego más poder de atracción sobre las masas agraviadas por el orden establecido que en cualquier otra idea o discurso. Que el enorme poder de convocatoria fuese más que eso, me confieso escéptico. Para el caso de la Revolución, ya en su brillante análisis Adolfo Gilly (La Revolución Interrumpida) pudo ver que en un momento climático, los auténticos líderes populares de la revolución, Villa y Zapata, los que lideraban a las masas Guadalupanas, se reúnen en ciudad México en 1914 sólo para darse cuenta que no saben qué hacer con el poder que han tomado. Deciden entonces replegarse a sus respectivos territorios y vigilar desde ahí que otros líderes del movimiento cumplan con las promesas de la Revolución. A partir de ese momento sus días están contados; han mostrado su incapacidad para trazar un rumbo hacia el futuro, dejan su lugar a otros, mientras a ellos no queda sino morir.

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